JOSE LUIS SAMPEDRO ES DE LA VIEJA OLA...
Ninguna ciudad se reduce a planos ni callejeros. Las guías y las imágenes, por abundantes y excelentes que sean, no conseguirán nunca abarcarla, porque cualquier ciudad es siempre muchas ciudades: tantas como residentes y visitantes tenga y haya tenido en el pasado. Cada persona conoce ciertos paseos y recintos, y los vive a su manera. No trataré tanto de informar cuanto de comunicar mis hallazgos, las gemas del encanto que me ha traído a Santa Cruz y su Isla cada vez con más fuerza a lo largo de cuarenta años, desde nuestro primer encuentro. Así es la prodigiosa isla cuya capital es mi ciudad, mucho más crecida tras haberse dilatado monte arriba y, a la vez, hacia Anaga y el Sur. De todas partes llegan viajeros con los propósitos más varios, desde la breve estancia hasta la residencia permanente y por eso, si la Isla equivale a un pequeño continente, gracias a la diversidad climática y orográfica de sus montañas y a los vientos, así también Santa Cruz resulta ser un microcosmos demográfico por su pluralidad humana y sus singularidades urbanas. Junto a mi primera residencia, en el Hotel Mencey, mi Santa Cruz pasó a ofrecerme en el acto el Parque García Sanabria, espléndido recinto que afortunadamente no ha cambiado en lo esencial. A mí me sigue asombrando el hecho de que en medio de la ciudad y bordeado por vías públicas de considerable tráfico, el Parque permita sentirse tan completamente aislado en un ambiente natural. Ya las avenidas que lo cruzan, sombreadas por árboles magníficos, constituyen un recinto sosegante, pero el alejamiento es completo en cuanto desde cualquiera de ellos se dan simplemente unos cuantos pasos por cualquier sendero secundario. Para Santa Cruz, el Parque es un motivo de orgullo a la vez que un oasis gratificante al alcance de sus ciudadanos. En mi caso, desde luego, es uno de los espacios más creadores de vivencias valiosas que me ofrece la ciudad. Además, el Parque sirve de frontera y aislante. Atravesarlo con sosiego, con entrega al frondoso abrazo vegetal, ayuda a distanciarse de inquietudes y prepara para otro ambiente: el de ciudad más comercial y activa, cuyas calles nos llevan cuesta abajo, arrastrados por la querencia del mar, hasta llegar a la plaza primigenia de la Candelaria, comienzo luego de la ascensión entre tiendas, agencias, artesanía, souvenirs y circulación humana hasta llegar a una plaza la Plaza Weyler. Me refiero ahora al Teatro Guimerá, un coliseo típico al estilo decimonónico, erigido sin duda para satisfacer las necesidades convencionales de una buena sociedad burguesa ascendente, y que ahora acoge manifestaciones culturales auténticamente relevantes como son, cada año, los ya famosos Festivales de Música de Canarias, con su Orquesta Sinfónica propia y participantes extranjeros de la más alta calidad. Ciertamente, el nivel logrado por los organizadores de esos actos sitúa a Santa Cruz en una posición muy destacada atendiendo a las circunstancias y los medios disponibles. En edificios y museos dejaron su huella excelentes pintores que, en más de un caso volaron hasta París, meca de los artistas entonces. Merece recordarse que en mayo de 1935 se celebró en Santa Cruz una Exposición Surrealista impulsada por el notable crítico Eduardo Westerdahl con el aliento suficiente como para atraer en persona desde Francia al mismísimo André Bretón. El éxito alcanzado se repitió al año siguiente con una gran Exposición de Artes Contemporáneo celebrada en el Círculo de Bellas Artes de Santa Cruz. Esos datos permiten percibir que la ciudad no era un rincón provinciano al margen del mundo y que sus actividades comerciales y exportadoras no eran obstáculo para otras ambiciones humanas. No caeré en la osadía de intentar una descripción caracteriológica del tinerfeño –y menos de su variedad “chicharrera”- pero sí celebraré cualidades que hacen tan grata la estancia y la convivencia. Siempre, en mi trato personal incluso callejero y con desconocidos, he apreciado actitudes apacibles, discretas, a veces con cierta reserva o timidez incluso, pero acogedoras y hasta hospitalarias. He entrado en diálogo de circunstancias ricos en rasgos de ingenio y de humor (con ecos a veces de buena sorna campesina) y he podido discrepar cordialmente en términos de mutua estimación. Muy cerca de allí se encuentra uno de los rincones para mí más entrañables y de todo Santa Cruz: un oasis recoleto y único en medio de un centro de decisiones. Para alcanzar ese lugar basta con recorrer unos cuantos metros siguiendo la a Avenida 25 de Julio. Esa misma fecha sirve de denominación oficial a una pequeña plaza circular en torno a una fuete también redonda, con un surtidor en el centro y, alrededor, bien sombreados por hermosos árboles, unos cuantos bancos de mampostería. En el plano, la plaza es como un centro de una estrella formada por las seis desembocaduras de las calles que la cruzan o parten de ella. La edificación, por una parte es la de una zona aburguesada y tranquila, de hotelitos residenciales, con pequeños jardines y, por otra, una notable concentración de edificios de gobierno que, sin embargo, no turban la quietud de la plazuela. Ni siquiera la oficina de correos con frente a la propia plaza, concurrida a las horas de oficina, altera la impresión general de paz ni la farmacia que parece recluirse en la planta baja de un chalet unifamiliar. Por añadidura, una iglesia que nació protestante y que se convirtió en católica confirma aún más el ambiente de silencio y quietud. Hasta aquí, lo reconozco, no he presentado nada diferente de tantas plazuelas recoletas en muchas ciudades nuestra. ¡Ah, pero es que los bancos son únicos! Dispuesto, con armoniosa simetría, en torno de la fuente, son macizos asientos con respaldo construidos de albañilería y revestidos con coloreados azulejos andaluces, lo mismo que el pretil del a fuente. El conjunto fue sin duda cuidadosamente diseñado por una empresa artística de Sevilla que dejó su nombre y dirección, como un anuncio, ocupando todo el respaldo de unos de los bancos. Y al mismo tiempo cubrió también de publicidad todos los demás, con ingenuas representaciones en cerámica de artículos todos ellos modernos hace tres cuartos de siglo. Así, uno puede sentarse junto a unos azulejos donde campea un elegante Fiat 509 descapotable de los años treinta y contemplar enfrente el banco en cuyo respaldo luce el anuncio de los “Almacenes Las Tres Muñecas”, con el trío de deliciosa figuritas en porcelana inglesa a que alude el título. O admirar, en otro banco los tres anticuados vapores humeantes, navegando sobre el azul cerámico, que ilustran el anuncio de la marca de fósforos “Three Streamers”. O ver recordado el Chocolate Suchard de mi infancia, o elegantes sombreros a la moda o juguetes… Todo tan dulcemente anticuado que es como encontrarse en el desván ante el baúl de los recuerdos. Esa impresión entonces nos envuelve, el ambiente se ahonda en el pasado, el aire se aquieta, nuestra mente se recoge, los coches que pasan cambian el estrépito de su motor por el susurro de sus ruedas… Es el encanto de los rincones provincianos, mantenido en un ayer más vivo por la ingenuidad de los objetos anunciados en el inmutable color de la cerámica. Sí, es el desván de los recuerdos. Con la ventaja aquí de estar bajo un azul intenso, con el sol entretejido en el ramaje y un toque de humedad oceánica. Un lugar, en fin, para eso que llamar perder el tiempo y que nos proporciona encontrar la vida. Siempre me cuesta trabajo levantarme de uno de eso bancos y alejarme de la plaza que la gente llama “de los Patos” (porque los hubo en el estanque) mucho más que por su nombre municipal, pero suelo hacerlo para gozar aún más de otro encanto de Santa Cruz, que es la Rambla: la amplia y larga vía urbana que arranca a la orilla del mar, se remonta y se curva como un arco envolviendo a la parte más céntrica de la ciudad. Su sombreado andén central para el paseo, con filas de árboles, y los laterales para el tráfico rodado no se interrumpen en todo su trayecto más que por rotonda o plazoletas en los cruces importantes, a pesar de lo cual esa vía cambia de nombres oficiales a lo largo de su curso y , por supuesto, alberga ambientes diferentes por el distintos y carácter d elos barrios que atraviesa y hasta por los transeúntes más frecuentes en cada tramo. Cada cual tendrá sus preferencias. A mí el segmento en el que me refugio siempre que puedo es el comprendido entre la calle de Benavides y el Parque García Sanabria, para mí gusto es uno de los espacios más deleitosamente habitables de la ciudad. Allí, la Rambla está flanqueada por hotelitos privados y casas acomodadas, con fachadas agradables y jardincillos, predominando el buen gusto y hasta cierta elegancia discreta, nunca pretenciosa. Entre esas construcciones logran ubicarse, sin desentonar, un edifico oficial, una clínica y tres colegios, todos de pocas alturas también. El tráfico automóvil es intenso, pero el andén central es bastante amplio y los frondosos ramajes de los árboles alineados a cada lado se juntan en lo alto creando debajo un cierto aislamiento. De un árbol a otro va corriendo una corriente con arbustos y flores, todo ello siempre limpio y bien cuidado. Los gestos de los mandamases mundiales, que ellos deben creer quizás trascendentales, suelen decepcionarme cuando no me indignan. Más me interesan las noticias breves y los detalles locales. Pero todo lo tomo a dosis pequeñas y salteadas. Como beben los pájaros: recoger una gota o dos, levantar la cabeza y pausa. Pues cada vez que alzo la mirada dejo atrás el mundo cultural y me entrego a la contemplación del natural: el verdor de estos laureles de Indias, el oro cabrilleante de los rayos de sol que entretejen en la fronda, el azul en lo alto o las nubes blanquecinas o a veces de estaño. La cualidad ee lo esencialmente verdadero palpita en todos los componentes de ese cuadro y, en cambio, lo recogido en esas hojas de papel que he dejado caer sobre mis rodillas se revela irrisoriamente efímero y banal. Entre los árboles distingo la piel leonada de las laderas desnudas y encima la libertad del aire y de las nubes. De pronto me fijo en que, a pocos metros, a pie de uno de los árboles, la fuerza irrefrenable de una de sus raíces levanta poderosa el pavimento. ¡Ah, la Naturaleza no se deja oprimir tan fácilmente como, en mi periódico, se someten los súbditos bajo los gobernantes despóticos! Esa visión me llena de esperanza. Además, ahora recuerdo cómo nacieron estas islas: a despecho del océano, en virtud de prodigiosos impulsos tectónicos. Estas tierras encarnan un imparable impulso hacia lo alto, un ansia de crecer envuelta en fuego, como en el blasón de la isla, hasta hacer venir asustado al propio Arcángel. Y en ese impulso hacia lo alto, Tenerife no sólo supera a sus hermanas sino que, ensalzando al Teide, lo sitúa por encima de todas las cumbres de la Península que, con su medio millón de kilómetros cuadrados, no pudo reunir tanta pasión ascensional como esos dos mil y pico más de tierra que ofrece la isla al gigante como peana. Y ahora, pensando en las leyendas originarias de las Islas Encontradas y en sus mágicos encantos, me siento arrastrado por mi contemplación de las alturas y , por un momento, siento que este Jardín de las Delicias es una nave y que, a bordo de esta Isla no viajo sobre las olas sino hacia lo alto. El Teide, el Pico –como le llamaron tantos viajeros admirados- es la proa ascendente que rompe las nubes y me levanta en mi vivir. (Extracto de un Prologo de Jose Luis Sampedro,El Profesor fue muy feliz en la Bella Isla...)
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